A mitad de camino entre un alimento y un mero
“comestible”, el azúcar es actualmente uno de los productos culinarios más
controvertidos y polémicos. Y en este artículo, trataré de arrojar algo de luz
sobre el tema, evitando caer en los extremos de ambos lados de la grieta.
Al menos en nuestro país, donde el azúcar proviene
en un 100% de la caña de azúcar, podríamos diferenciar dos productos que están
en ambas puntas del fenómeno: el azúcar integral, comúnmente denominado mascabo, y
el azúcar blanca. El primero constituye un alimento genuino, pues aporta,
aunque en muy pequeñas cantidades, nutrientes valiosos para nuestro organismo. Al
segundo, aunque sea clasificado como un alimento por el Código Alimenticio
Argentino, deberíamos pensarlo sólo como un producto comestible, ya que su
consumo no nos aporta prácticamente más que calorías vacías. Es decir, calorías
desprovistas de nutrientes. Y como suelo decir en mis clases: “aquello que no
nutre, desnutre”, pues ocupa un espacio que debería estar ocupado por
sustancias nutritivas y no por calorías vacías. Fenómeno que, en muchos casos,
lleva a una situación paradojal: personas obesas y al mismo tiempo desnutridas.
Un fenómeno muy similar al que existe entre el consumo de pan blanco y de pan
integral.
Más o menos a mitad de camino entre estos dos
extremos (el azúcar integral, natural y el azúcar blanca, refinada) nos
encontramos con el azúcar rubia (parcialmente refinada) y el azúcar moreno o
negra, un producto de fantasía que se elabora mezclando azúcar blanca con
melaza, que es un subproducto de la caña de azúcar rico en hierro, calcio y
magnesio. En tanto el azúcar impalpable, empleada normalmente con fines
ornamentales, consiste en azúcar blanca molida.
Ahora, ¿alguna vez se preguntaron por qué razón el
azúcar se refina, hasta convertirse en un producto blanco e insípido conocido
como azúcar blanca? La razón es muy simple: despojar al azúcar de su
sabor original y convertirlo en un mero edulcorante, que solo aporte dulzor y
nada de sabor, de modo tal que, por ejemplo, podamos disfrutar de una taza de
café o de té, y que solo tenga sabor a café o a té, pero dulce. Cosa que no
ocurre cuando endulzamos con azúcar integral. Claro, el precio a pagar para
satisfacer este capricho, es el consumo de un producto altamente refinado, que
al no aportar sabor sino solo dulzor, se puede volver un hábito adictivo que, a
la larga, resulte severamente perjudicial para la salud.
Hasta acá, bien podríamos deducir entonces que el
azúcar mascabo (hoy muy de moda por cierto) es el bueno de la película en
tanto el azúcar blanca, el malo. Sin embargo, sería ésta una deducción no del
todo acertada. Y no porque el azúcar blanca tenga algo bueno (que no lo tiene)
sino porque el azúcar mascabo (un producto muy sabroso y al menos algo
nutritivo), no deja de ser, como cualquier tipo de azúcar, un carbohidrato
simple y como tal, un alimento que solo deberíamos consumir en pequeñas
cantidades. ¿Por qué?, porque los hidratos de carbono simples (y en esta
categoría también deberíamos incluir a la miel, las mermeladas, los dulces, el
pan blanco y la mayoría de las golosinas) al estar compuestos por glucosa
simple, son absorbidos rápidamente pasando al torrente sanguíneo en forma
inmediata. Y esta absorción rápida hace que, entre otras cosas, se eleven
los niveles de azúcar en sangre, desencadenando un proceso que, en síntesis,
incluye: un sobre esfuerzo del páncreas, la acidificación de la sangre y la
descalcificación general del organismo, afectando principalmente huesos y
dientes.
Consumir azúcar diariamente, sobre todo en
cantidades excesivas, significa exponernos al surgimiento de enfermedades tales
como la diabetes, las caries y la obesidad, entre otras. Sin embargo, un
consumo mínimo y moderado, es normalmente tolerado por el organismo, sobre todo
si llevamos una dieta saludable y equilibrada. Como suele decir la doctora
Alejandra Rodriguez (especialista en medicina Ayurveda): “lo
ocasional no daña”.